Como hace tiempo decidí no ser snob, confesaré que siempre que he intentado leer un libro de Virginia Woolf he fracasado en mi voracidad lectora y he abandonado a las pocas páginas. Esta frustración la llevaba en silencio como otras gentes llevan las enfermedades pudendas, porque ya se sabe que es una autora entre las grandes que en el mundo han sido, y aún son, porque sus libros, al menos éste, que sí, me he podido leer por completo (aleluyaaa) aún están muy vigentes.
A diferencia de "Flush" o "Al faro", mis dos intentos recurrentemente fallidos, no se trata de una novela, sino de un ensayo, aunque al adentrarme en él estuve a punto de arrojar la toalla dado que, como en las ocasiones anteriores, se me hacía muy cuesta arriba un texto excesivamente descriptivo.
Es ensayo, sí, aunque recurre a una parábola para ilustrar por qué no ha habido mujeres novelistas, escritoras, salvo contadas excepciones, antes del siglo XIX. Su respuesta no se hace esperar, viene expuesta desde un principio: porque no tenían una habitación propia, ni renta propia, no tenían independencia económica y siempre se veían obligadas a compartir el espacio común en el hogar.
Parece una obviedad, ¿verdad?, las mujeres siempre se han visto relegadas a un espacio que era el lugar de las mujeres, un hogar siempre repleto de hijos, de quehaceres penosos y porque la realidad imponía una normas férreas, las pocas que se atrevían a transgredirlas se arriesgaban a ser estigmatizadas socialmente, ya se sabe, el camino de la cortesana o de la "bruja" -la mujer socialmente alienada por definición- aguardaba a quien rompiera moldes.
De tan "obvia" respuesta -obvia vista desde los inicios del siglo XXI, porque hasta el primer tercio del siglo XX, data del ensayo que nos ocupa, las mujeres acababan de estrenar derecho al voto en Inglaterra, vanguardia del movimiento sufragista y lugar de origen de la autora- se podría deducir que la lectura que aquí se comenta es prescindible. Pues no, no lo es, en primer lugar porque dibuja un retrato de la sociedad industrial de la época y con ello también del patriarcado dominante, ese que privilegia las escuelas masculinas sobre las femeninas, que restringe el acceso a las bibliotecas universitarias a las mujeres, que las alimenta peor, las relega a la permanente subordinación y un largo etcétera. En segundo lugar, porque traza un perspicaz retrato psicológico sobre la necesidad de los hombres de sentirse poderosos a costa de sojuzgar a quienes le están a la zaga, esas mujeres que, desde los roles de parentesco o servidumbre son siempre subalternas al arbitrio de ellos.
Además porque, como los buenos libros, tiene distintos planos de lectura, no es solo un alegato contra las injusticias de la desigualdad entre sexos, es también una aguda introspección, una reflexión con destino a alentar en sus contemporáneas un cambio en sus vidas, a tener pocos hijos, por ejemplo, algo clave para la revolución femenina que estaba en ciernes.
Pero sobre todo porque una vez inmersa en la lectura te arrebata su lúcida y magnífica prosa, esa misma que al inicio parecía árdua y poco ágil, se torna aguda y certera en sus plantemientos y en su configuración.
Y, finalmente, porque sigue estando de plena vigencia. ¿O es que todas las mujeres actuales con familia tienen en su hogar una habitación propia? Se dirá que la mayoría de las casas en las que vive la mayor parte de la población no son muy espaciosas. Sí, pero aún no siéndolo, ¿cuántos hombres tienen una habitación propia? A menudo, en el común de las casas hay una habitación donde el adulto de la familia tiene el ordenador, una mesa, un pequeño despacho o taller para "sus cosas". ¿Cuántas madres de familia tienen una habitación propia? ¿De uso exclusivo para sus "cosas"? Me atrevería a decir que pocas, porque muchas privilegian ceder un espacio, que nunca sobra, a uso compartido, mientras que los hombres rara vez consideran que tienen que supeditar sus necesidades de autonomía a las del resto de la familia. De modo que la habitación propia, sentirse con pleno derecho a tenerla, no es sólo cuestión de espacio tangible, supone también una afirmación como individuo. En este tema, no menor, todavía queda materia de reflexión para las mujeres, para la sociedad en su conjunto y para cada individuo en su fuero interno.
Por todo lo expuesto, la habitación propia, como indicábamos, es más, mucho más que un espacio físico, supone permitirse la autoafirmación, la autonomía, la decidida vocación personal de hacerse cargo de sí misma como individuo plenamente libre y responsable. Esta es al menos la lección que personalmente extraigo de una lectura tan grata.
A diferencia de "Flush" o "Al faro", mis dos intentos recurrentemente fallidos, no se trata de una novela, sino de un ensayo, aunque al adentrarme en él estuve a punto de arrojar la toalla dado que, como en las ocasiones anteriores, se me hacía muy cuesta arriba un texto excesivamente descriptivo.
Es ensayo, sí, aunque recurre a una parábola para ilustrar por qué no ha habido mujeres novelistas, escritoras, salvo contadas excepciones, antes del siglo XIX. Su respuesta no se hace esperar, viene expuesta desde un principio: porque no tenían una habitación propia, ni renta propia, no tenían independencia económica y siempre se veían obligadas a compartir el espacio común en el hogar.
Parece una obviedad, ¿verdad?, las mujeres siempre se han visto relegadas a un espacio que era el lugar de las mujeres, un hogar siempre repleto de hijos, de quehaceres penosos y porque la realidad imponía una normas férreas, las pocas que se atrevían a transgredirlas se arriesgaban a ser estigmatizadas socialmente, ya se sabe, el camino de la cortesana o de la "bruja" -la mujer socialmente alienada por definición- aguardaba a quien rompiera moldes.
De tan "obvia" respuesta -obvia vista desde los inicios del siglo XXI, porque hasta el primer tercio del siglo XX, data del ensayo que nos ocupa, las mujeres acababan de estrenar derecho al voto en Inglaterra, vanguardia del movimiento sufragista y lugar de origen de la autora- se podría deducir que la lectura que aquí se comenta es prescindible. Pues no, no lo es, en primer lugar porque dibuja un retrato de la sociedad industrial de la época y con ello también del patriarcado dominante, ese que privilegia las escuelas masculinas sobre las femeninas, que restringe el acceso a las bibliotecas universitarias a las mujeres, que las alimenta peor, las relega a la permanente subordinación y un largo etcétera. En segundo lugar, porque traza un perspicaz retrato psicológico sobre la necesidad de los hombres de sentirse poderosos a costa de sojuzgar a quienes le están a la zaga, esas mujeres que, desde los roles de parentesco o servidumbre son siempre subalternas al arbitrio de ellos.
Además porque, como los buenos libros, tiene distintos planos de lectura, no es solo un alegato contra las injusticias de la desigualdad entre sexos, es también una aguda introspección, una reflexión con destino a alentar en sus contemporáneas un cambio en sus vidas, a tener pocos hijos, por ejemplo, algo clave para la revolución femenina que estaba en ciernes.
Pero sobre todo porque una vez inmersa en la lectura te arrebata su lúcida y magnífica prosa, esa misma que al inicio parecía árdua y poco ágil, se torna aguda y certera en sus plantemientos y en su configuración.
Y, finalmente, porque sigue estando de plena vigencia. ¿O es que todas las mujeres actuales con familia tienen en su hogar una habitación propia? Se dirá que la mayoría de las casas en las que vive la mayor parte de la población no son muy espaciosas. Sí, pero aún no siéndolo, ¿cuántos hombres tienen una habitación propia? A menudo, en el común de las casas hay una habitación donde el adulto de la familia tiene el ordenador, una mesa, un pequeño despacho o taller para "sus cosas". ¿Cuántas madres de familia tienen una habitación propia? ¿De uso exclusivo para sus "cosas"? Me atrevería a decir que pocas, porque muchas privilegian ceder un espacio, que nunca sobra, a uso compartido, mientras que los hombres rara vez consideran que tienen que supeditar sus necesidades de autonomía a las del resto de la familia. De modo que la habitación propia, sentirse con pleno derecho a tenerla, no es sólo cuestión de espacio tangible, supone también una afirmación como individuo. En este tema, no menor, todavía queda materia de reflexión para las mujeres, para la sociedad en su conjunto y para cada individuo en su fuero interno.
Por todo lo expuesto, la habitación propia, como indicábamos, es más, mucho más que un espacio físico, supone permitirse la autoafirmación, la autonomía, la decidida vocación personal de hacerse cargo de sí misma como individuo plenamente libre y responsable. Esta es al menos la lección que personalmente extraigo de una lectura tan grata.
Una habitación propia, Virginia Woolf,
Seix Barral, Barcelona, 2009
Ahora que lo pienso, es lo que ocurre en la mayor parte de las casas que conozco. Habitación para los niños, y "el despacho", santuario, generalmente, del marido. Para ellas, el comedor, sobre todo ahora que quien más quien menos tiene un portátil y conexión wifi... Siempre he sospechado que no hemos avanzado tanto como quieren hacernos creer...
ResponderEliminarTras ver la película, leí "Orlando", que, la verdad, me resultó ni fu ni fa. Pero tu entrada ha vuelto a despertar en mí las ganas de releer por tercera vez "Las olas", un libro maravilloso, lleno de sutilezas y con una estructura sorprendente. Te la recomiendo sinceramente.