La erótica del conocimiento

Hay una sensualidad en el libro como objeto. Desde niña te gusta abrir un libro nuevo, oler la tinta de sus páginas. Cada libro, además, tiene su olor propio, ninguno huele igual a otro, como la piel viva, transmite sensaciones. Los libros nuevos, su olor, te retrotraen a la infancia, al otoño de comienzo de curso. Un libro cerrado es siempre víspera de conocimiento, de emociones intensas. Abrirlos es poner los brazos, las piernas, en cruz, el ser presto para el abrazo y la entrega.

martes, 27 de octubre de 2009

Ventanas de Manhattan, Antonio Muñoz Molina


"Manhattan es el gran bazar del mundo entero" , nos dice Muñoz Molina, nos lo va diciendo todo el tiempo que permanecemos a su lado recorriendo las calles, mirando las anchas ventanas por las que con él y por él admiramos las grandezas y miserias de ese corazón grande de manzana herida y palpitante.

La concreción del mundo, de los seres que lo habitan, no sería tal si todo no tuviera un nombre como garantía de su existencia. Por eso, el gran narrador que es Muñoz Molina, nos recuerda que hay un mundo manhattan que late convulso porque las cosas en él contenidas tienen todas un nombre preciso, un adjetivo sorprendente, un sintagma que como una cerilla en la oscuridad produce un destello en el ánimo.

Una se adentra en la lectura de este libro como deambularía en un zoco de emociones, el verbo maestro de Molina siempre de guía, la luz de la cerilla, del destello que no cesa, abriendo el paso entre las tinieblas del que va, no del todo confiado en lo que otros sentidos le dictan, palpando la realidad con la punta de los dedos como quien corrobora una mercancía en exposición. Y sabíamos que existen edificios colosales que nunca hemos visto más que en pantallas, pero ahora sabemos que existen en la congoja y la admiración del testigo excepcional, incesante cronista, que nos los acerca y los explora. Muchos años después del poeta en Nueva York, el narrador en Manhattan nos deleita y nos obsequia con un texto de una brillantez sin parangón, y es que una se adentra en las aguas deleitosas de este discurso demorándose con voluptuosidad por los relieves de los verbos, por las sustancias de los nombres, los meandros de una adjetivación que alcanza cotas de sinfonía polifónica, como no queriendo tocar nunca orillas ni retornar al limbo de lo innombrado, a la oscuridad de antes del relámpago inaugural de la metáfora.

Y es que todo aquello que hemos visto en el cine, oído en el jazz, leído en gruesos titulares y cien veces visto en noticieros televisivos, todo eso adquiere un tinte de fábula y un matiz legendario en estas páginas. Tanto si se nos habla de exposiciones de maestros pintores como si se detalla un concierto, si se nos describe la espesa atmósfera de un club a media noche o los largos paseos por un parque oasis central entre edificios.

Junto al lujo más innoble, los detritus humanos en el lodo, junto al desamparo de la enfermedad sin cobijo, el altruismo de solitarios sin remedio, todo en una contigüidad de casilleros intercambiables, ventanas verticales por donde la luz penetra y desde donde la perspectiva se agranda.
No estamos ante una novela ni un libro de viajes, ante una memoria del escritor o una crónica periodística, pero este libro es, a la vez, todo eso a un tiempo. Y es, además, un intento, acertado, de subvertir el mundo táctil, lumínico, sensorial, del relator en una rotunda construcción literaria desde donde las palabras precisas, concienzudas y arriesgadas expenden sensaciones siempre renovadas. De manera que en sus páginas conviven las puestas de sol más pictóricas con el relato de los hechos, tantas veces reflejados por los medios de comunicación, del 11 de septiembre. Un retrato de un maestro vocacional del Bronx y el del niño que desde que vio chocar unos aviones contra unas torres no cesa de dibujar cuerpos precisos cayendo al vacío.
Las alusiones, siempre recurrentes en la obra de este autor, a la infancia rural de años (casi se diría que de siglos) atrás, nos hace tomar perspectiva del asombro y hace partícipe al lector de esa admiración por el descubrimiento constante de lo novedoso.
Creo decididamente en el poder piafante de la palabra, por eso este es un libro del que nunca me hubiera gustado salir.

Ventanas de Manhattan, Antonio Muñoz Molina

Seix Barral, Barcelona, 2007



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